Un paseo a Hoyo de la Puerta ¿Por qué no?
Muchas veces pase por allí. Pero
confieso que nunca me detuve a verlo de cerca. Me refiero al Parque Vinicio
Adames. Ese espacio verde que está en Hoyo de la Puerta, justo antes de tomar
rumbo hacia la Autopista Regional del Centro. Sí, ese mismo que está pensando,
el parque que tiene el molino en la entrada. Bueno... si a esas aspas desgastadas se le puede llamar así.
Lo cierto es que el fin de semana
pasado quería hacer algo diferente y se me ocurrió ir a conocerlo. Total, qué
podía perder. Por lo menos, no iría sola, pues mi esposo siempre se suma. La
verdad, no le queda otra. La cuestión es que unos amigos se animaron y allí sí me angustie:
¿Y si el parque está hecho un desastre? ¿Si está desolado y lo que produce es miedo?
Ay, Cristo, qué pena con esa gente. Bueno, nada, yo les advertí.
Pero cuál sería mi sorpresa que el
Parque Vinicio Adames resultó ser un espacio verde de lo más acogedor. Está
bien mantenido. Tiene su público. Sobre todo, muchas familias árabes (no sé por
qué). Y, bueno, la gente hace sus parrillitas, su picnic, reposa en la grama.
De lo más chévere, la verdad.
Lo recorrimos. Conocimos el campo
de béisbol, que estaba repleto de jugadores de softball. Y llegamos hasta un
área de acampar, que estaba totalmente desolada. Tanto así que un vigilante subió a sugerirnos que no estuviéramos por esos lados, porque habían tenido problemas
con los habitantes de un barrio cercano. ¡Gracias, a bajar se ha dicho! Justo en ese momento, nuestro amigo recordó que hace unos meses había ocurrido un atraco masivo en ese parque. ¡Caramba, a buena hora me entero! :S
¿Qué se hace en ese caso? ¿Irnos
o quedarnos? Ya estábamos allí, qué más. Tampoco se puede satanizar a un
espacio público por la actuación puntual de unos delincuentes. Si lo abandonamos, entonces le estaríamos dando carta blanca para seguir haciendo lo que se les dé la gana. Así que
extendimos el mantel en la zona de picnic y nos quedamos disfrutando de ese
especio verde, que abrió sus puertas en 1973 y que en 1976 se bautizó con el nombre del director del orfeón universitario que murió en el accidente aéreo.
Al salir, fuimos directo a comer la
especialidad gastronómica de la zona: conejo. Y dónde más que en el restaurante
Aurelia. Un lugar de lo más pintoresco, con mesones de madera donde los
mesoneros le colocarán tres bandejas metálicas con papas, ensaladas y en
conejo. Simple, pero demasiado sabroso. Así que lo que comenzó siendo un
invento con aires un poco pesimistas, terminó siendo un gran paseo.
Creo que a veces hay
que darle chance a esta ciudad, aunque muchos nos digan lo contrario.
Fotos: Adrián Torres Colombo
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